Aquí comparto un excelente poéma de un joven compañero y amigo poeta que tal vez se llame Matías Berrondo. Sueño que también fue mío.
En el 2012 existía un planeta llamado Nibiru. Decían que
era gigante, que venía de las afueras del sistema solar, y que iba a cruzarse
con la Tierra. Pero decían también que lo hacía cada 3600 años.
Antiguamente, cuando nuestro planeta no existía, una luna de Nibiru chocó con Tiamat (un pequeño planeta que existía entre Marte y Júpiter) y a raíz de esta colisión se formó la Tierra.
Pero había más: Nibiru era el hogar de los Annunakis. Después de la colisión, el misterioso planeta volvía cada 3600 años, y en uno de esos cruces, los Annunakis llegaron aquí y nos crearon. Éramos sus esclavos y servíamos para la extracción del oro, metal vital para ellos y que habían venido a buscar.
Concretamente, en la mitología babilónica, Nibiru era un cuerpo celeste asociado al dios Marduk, identificado con Júpiter o la Estrella Polar, heredero del trono de Elil y Ea, creadores del Universo.
NOTA: El planeta Nibiru nunca llegó.
I
Busqué a Nibiru
cuando caía la tarde, ya
entre nubes que se fundían con el cielo.
Busqué la tarde,
el dormirse lento de todas las ciudades,
el planeta que asomara detrás del sol.
Quise arrojar mi voz
cada 3600 años, vagando
por el desierto colmado de ausencias.
Quise una raza de annunakis que regresaran a la Tierra,
que el año mundial amaneciera,
que la belleza de Tiamat estallara en el océano.
Dios Creador,
destruyendo para que la naturaleza sea,
para que la hermosa cabellera de los astros se despliegue,
gran ocultista y conspirador
de la danza con que copulan las estrellas,
imaginador selectivo del sentido en que se hacen las esferas
y nuestros cuerpos,
y nuestras imaginaciones,
nuestros sosiegos.
Busqué a Nibiru para verte,
para ver mi propia voluntad
deshacerse en el relato último de las cosas.
II
La soledad de los astros
es la mía.
El misterio universal
es el mío.
El sueño de los dioses
es el mío.
Todo lo que soy
no me pertenece.
III
El sol que iba a ser
detrás del sol,
antorcha muda del tiempo,
pobre historia que se apaga.
Hay un punto que se quema,
un rojo silencioso y entristecido
se desplaza.
¿Puede el destino de un gigante
ser la amarga elipse dibujada
para siempre en una roca,
la tibia locura con que vibra
en su propia aurora,
frágil, ténue, pálida en su hora?
Me llamo al mar
a nadar para siempre.
Ya no recuerdo cómo eran las playas en la Tierra.
IV
Nibiru,
clamor eterno de la nada
volviendo su cara a Dios,
reclamando al águila profunda
que regrese.
Antiguamente, cuando nuestro planeta no existía, una luna de Nibiru chocó con Tiamat (un pequeño planeta que existía entre Marte y Júpiter) y a raíz de esta colisión se formó la Tierra.
Pero había más: Nibiru era el hogar de los Annunakis. Después de la colisión, el misterioso planeta volvía cada 3600 años, y en uno de esos cruces, los Annunakis llegaron aquí y nos crearon. Éramos sus esclavos y servíamos para la extracción del oro, metal vital para ellos y que habían venido a buscar.
Concretamente, en la mitología babilónica, Nibiru era un cuerpo celeste asociado al dios Marduk, identificado con Júpiter o la Estrella Polar, heredero del trono de Elil y Ea, creadores del Universo.
NOTA: El planeta Nibiru nunca llegó.
I
Busqué a Nibiru
cuando caía la tarde, ya
entre nubes que se fundían con el cielo.
Busqué la tarde,
el dormirse lento de todas las ciudades,
el planeta que asomara detrás del sol.
Quise arrojar mi voz
cada 3600 años, vagando
por el desierto colmado de ausencias.
Quise una raza de annunakis que regresaran a la Tierra,
que el año mundial amaneciera,
que la belleza de Tiamat estallara en el océano.
Dios Creador,
destruyendo para que la naturaleza sea,
para que la hermosa cabellera de los astros se despliegue,
gran ocultista y conspirador
de la danza con que copulan las estrellas,
imaginador selectivo del sentido en que se hacen las esferas
y nuestros cuerpos,
y nuestras imaginaciones,
nuestros sosiegos.
Busqué a Nibiru para verte,
para ver mi propia voluntad
deshacerse en el relato último de las cosas.
II
La soledad de los astros
es la mía.
El misterio universal
es el mío.
El sueño de los dioses
es el mío.
Todo lo que soy
no me pertenece.
III
El sol que iba a ser
detrás del sol,
antorcha muda del tiempo,
pobre historia que se apaga.
Hay un punto que se quema,
un rojo silencioso y entristecido
se desplaza.
¿Puede el destino de un gigante
ser la amarga elipse dibujada
para siempre en una roca,
la tibia locura con que vibra
en su propia aurora,
frágil, ténue, pálida en su hora?
Me llamo al mar
a nadar para siempre.
Ya no recuerdo cómo eran las playas en la Tierra.
IV
Nibiru,
clamor eterno de la nada
volviendo su cara a Dios,
reclamando al águila profunda
que regrese.
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