La escueta arria de llamas marchaba con paso parejo. El viento helado de la Puna ahuecaba los coloridos ponchos de los arrieros Kollas. Por delante, el Jhatunñan ("Camino Grande") ó Incañan ("Camino del Inca") cono gran serpiente ocre, subía cerros y bajaba a valles, llevándolos hacia el Cuzco ("ombligo" o "centro") capital del Imperio Incaico.
Si los conductores de los cargados auquénidos hubieran conocido el Calendario Europeo, estaría transcurriendo para ellos el 30 de Agosto del año del Señor de 1533. Pero como no lo conocían, podrían haber hablado de la época en que la "talla" se clavaba en la tierra para sembrar el maíz y la papa, y se iba recogiendo también el pimiento y otras legumbres.
Sólo el que los conducía, el Jhatuncuraca ("Jefe Grande"), quien lucía aros de oro en las orejas atravesadas por el mismo Emperador, podía haberles aclarado el punto. Pero ahora, su preocupación era otra. Mientras la nudosa mano cobriza apretaba el hacha y medía con fruncido ceño el camino que aún faltaba recorrer.
Estaba retrasado. Y el castigo sería grande; posiblemente, la muerte para él y toda su familia.
Al compás del resonar muelle de los cascos de las karhuas (llamas) y las ushutas de los hombres, el dignatario pasó nuevamente revista a los hechos. Una vez más, hasta hallar donde estaba el error.
Primero, la llegada de un mensajero con extrañas noticias. Los Viracochas, a pie 6 montados en seres similares al Wari (animal parecido al guanaco, pero más grande y con características del cóndor y puma) llegaron y violando la santidad del Hijo del Sol, lo sometieron a prisión.
Quién sabe qué pecado pudo haber cometido para cine los dioses lo redujeran a ese estado. Obediente ante poderes tan superiores. todo el Imperio permaneció a la espera de los acontecimientos.
Y el Gran Jefe Kolla se mantuvo también en sus valles nativos, administrando los bienes del Inca, enviando periódicamente hacia el centro administrativo del Imperio sus arrias cargadas con el fruto de la tierra que correspondía al Sol y al Inca.
Y después, abruptamente, otro mensajero. Con noticias y órdenes.
Primero las noticias. Los Viracochas necesitaban Khori. El sudor del Inri dejaba caer sobre la tierra, y allí se endurecía, sin perder su brillo y color. El color y el brillo del Inti, el Sol. Y como él, sagrado. Por ello, sólo se utilizaba para hacer buscas (cosas sagradas) como los aros-insignia de su autoridad. A cambio de la libertad del Sapa Inca, el Hijo del Sol, los Viracocha querían Khori. Todo el Tahuantinsuyu debería contribuir enviando el sagrado sudor del Inti al Cuzco.
Y la orden. Cada jefe de Ayllu, cada Runa (hombre), cada Wami (mujer), cada Amauta Willca (sacerdote) de cada poblado, debería entrega cuánto Khori tuviera. Personalmente, 6 en los templos y adoratorios a su cuidado.
Y así, lenta pero seguramente, el aporte de ese sector del Kollasuyu se fue completando. No era mucho, y no había tiempo para más. Se repartió en siete cogotes de llama (cortados en forma de bolsa desde el gañote hasta la espaldilla y cosidos en sus extremos) calculando que cada uno pesara exactamente treinta kilos, lo que suele cargar una llama. Si se le agrega un kilo más, el animal se arroja al suelo, negándose a marchar. Y ahora él, el Jhatuncuraca de esos valles, caminaba llevando doscientos diez kilos de Khori. Cuando llegara al Cuzco, se presentaría ante el Dios hijo de Inti, descalzo y portando él mismo una de las bolsas sobre su espalda, a la cuál habría agregado sus propios aros.
Con los ojos cerrados para no enceguecer con el brillo del Sapa Inca, rendiría su mayordomía y esperaría la muerte por llegar tan tarde. Interrumpiendo su meditación, los ojos entrenados del Jefe vieron algo. Un hombre venía corriendo por el camino. El sonido de la caracola ("pututu") conque se anunciaba, le dijeron, antes de distinguir el plumero blanco y la forma especial de correr, que era un "chasqui", un mensajero.
Esbozando el gesto ritual de echarse de bruces y cubrirse los ojos, el hombre jadeó su mensaje. Mostraba consigo el cordón rojo (un trozo del "llautu" del Inca) que lo sindicaba como mensajero real. Y nadie hubiera dicho una mentira como la que estaba contando ahora, sabiendo que su castigo sería ser amarrado desnudo a un cardón con tiras de cuero húmedas, hasta ser devorado vivo por las alimañas...
Al oírlo, el Jefe sintió cómo su mundo se hundía alrededor. Pero exteriormente (práctica de toda una vida) permaneció impasible. Lo que aquél servidor decía era que el Sapa Inca había muerto. Por voluntad de los Viracochas, su espíritu había subido al Aanán Pacha, la morada del cielo ("Upa Marca") y allí se había reunido con su padre el Sol. Y los sabios amautas habían dictaminado que los Viracochas eran malos, hijos de Supay. Y que no era necesario entregarles más del sagrado Khori. Mientras el fatigado servidor seguía su carrera hasta la más próxima posada, el Jefe puso su poncho sobre una roca, y se sentó a pensar. Como los sabios amautas le habían enseñado, cada hecho tenía seis caras, como un cubo, y no se podía decir que se lo conocía hasta no haber visualizado cada una de esas caras. Y tomó una decisión.
Adelante y más allá de su vista, abrazado por los dos Incañan, el de la costa y el de los cerros, estaba el más alto de éstos, el más sagrado. Aquél que en sus entrañas albergaba la enorme "chincana" (Cueva) que fuera la Pakarina o matriz primera de donde ellos, los Kollas, habían salido. El cerro donde, en distintos
círculos había poderes benignos, pero también malignos. Donde Supay moraba a
veces. Que por eso se lo llamaba con el debido respeto, el Llullay -llacú (el
lugar del): "Que no puede dejar de mentir". Es decir, el lugar del
Diablo.
Y un momento después. las afelpadas patas de las llamas volvían a su
ritmo. En dirección ahora al enorme volcán que más tarde sería apodado el
Centinela de la Puna.
Hasta aquí la leyenda. Una leyenda que es
permanentemente contada por aquellos ponerlos que de uno y otro lado de la
cordillera rompen su natural mutismo, por amistad o por influencia del
alcohol, y se confían al extranjero. Y todos sabemos que en el fondo de cada
leyenda, por fantástica que aparezca. se oculta una verdad.
Uno de los primeros
en citarla en un trabajo científico, (articulo "In den Puna De
Atacama", aparecido en 1958 en el Jahrbuch des Tiroler Alpenvereins). fue
el alpinista e investigador austríaco Mathías Rebitsch. El trabajo, traducido
por el Dr. Osvaldo Menghin, fue reproducido en los Anales de Arqueología y
Etnología de la Univ. Nacional de Cuyo (Argentina) en 1966.
Aquél viajero, que efectuó dos expediciones al LLullayllaco, los describe en forma idílica: "En regularidad perfecta, surge con blancura de nieve inmaculada a una altura inconcebible, de los cerros violeta oscuros hacia el cielo azul acero de la Puna, hasta los 6.730 metros con filos de roca y lenguas de hielo. Una montaña maravillosa que invita a escalarla... totalmente aislada, es la montaña dominante del centro-norte de la Puna de Atacama. Cuando los Conquistadores españoles en el siglo XVI pasaron a su lado, todavía vieron surgir humo de su cumbre... cien años antes de aquellos habían pasado cerca los Incas en su gran campaña de conquista hacia Chile y habían construido una carretera militar paralela a la costa chilena y otra al Este, al pie de la cordillera. En el medio se hallaba el Llullayacu (Sic)".
"Muchas leyendas giran todavía alrededor de él. y en las mentes de los trabajadores de La Casualidad (se refiere a la cercana mina de azufre, hoy semi abandonada, último lugar habitado antes de llegar al volcán) existe la acostumbrada historia de un tesoro incaico que fue salvado de los españoles ocultándolo en su cumbre".
Esa misma historia le fue contada al autor de éstas líneas, ya en la década del ' 80, durante sus tres expediciones al lugar, hito demarcatorio de la frontera entre Salta (Argentina) y Chile. Pero volviendo a Rébitsch, que excava, en una región llamada Cementerio Inca. a 5.900 mts. , aproximados sobre nivel del
mar, las minas de una construcción rectangular (quizás un "Tampu" o
paradero incaico) es tal vez el primer europeo en denunciar, gracias a la
alfarería cuzqueña hallada en el lugar, la presencia inca en el Llullayllaco,
según un articulo del diario La Nación de Buenos Aires, del Jueves 1 de Junio
de 1961. En nuestra segunda expedición pudimos ver "in situ" como
testimonios de aquella excavación, trozos de alfarería de aquél origen.
Vale
la pena destacar que si bien es sabido que pese a su fama como expedicionario
a los Andes y al Himalaya, y al apoyo del CONICET, el Museo Etnográfico de
Bs.As. y el Ministerio de Educación del Tirol, Austria, a Rébitsch su
excavación no autorizada en el Llullayllaco le costó una queja de la Pcia. de
Salta y la apertura de un expediente por depredación del patrimonio cultural
Nacional ...Pero retornemos al rescate del Inca.
El Dr. Eduardo Jorg, médico,
biólogo y naturalista argentino, perteneció durante 15 años a la Misión de
Estudios sobre Patologías Regionales de la UBA; como tal, fue ayudante
del ilustre Dr. Mazza, descubridor del mal que lleva su nombre, unido al de
Chagas. Permaneció en Jujuy hasta 1945. En 1932, conoce a un guía poncho,
Valeriano Pantoja, quien le habla del Llullayllaco y sus misterios,
especialmente de la gran Chincana donde se ubicaba la Pakarina Kolla y también
el escondite de los Siete Cogotes. Siguiendo sus indicaciones, al llegar al
volcán, el Dr. Jorg y sus guías tienen la suerte de encontrarla y penetrar en
su interior. El científico la describe como un cono, casi un cilindro, de
planta oval cuyo largo máximo es de 560 mts.
El techo no era visible, pese a
haberlo buscado con una linterna de siete elementos voltaicos. En un sector
del suelo se hallaron muestras de "tagala" (bosta de llama) y
también estiércol de mula, fragmentos de botijos de agua u otra alfarería
utilitaria, y aún testimonios de presencia europea, como botones, etc. Al salir
por el estrecho túnel, el científico quedo atrapado, situación en la que
permaneció varias horas, hasta que los puneños que lo acompañaban lograron
ampliar el pasadizo. Evidentemente, la Chincana por primera vez había sido
vista con ojos científicos. Pero, pese a posteriores expediciones en su
búsqueda, nunca más fue hallada.
Al amor de la hoguera, nuestro guía cuyo padre
también había sido baquiano en el Llullayllaco, fue devanando historias. Sí,
él le había oído a su padre y a otros hombres, acerca del oro del Inca. Sí,
había sido ocultado en la Chincana. Sí, la Chincana existía en el corazón del
Llullayllaco, y sería encontrada cuando los Achachilas que moraban en el
volcán. y la Pacha Mama, la Madre Tierra o Madre del Tiempo. así lo
quisieran. En honor a ellos, nosotros al llegar habíamos hecho el sacrificio
con coca y alcohol en el centro del Tampu del Cementerio Inca, pidiéndoles en
Quechua que nos fueran propicios...
Sí. El Tesoro del Inca existe. Los Siete Cogotes llenos de oro están allí, ocultos en el corazón de la Chincana. Y serán hallados cuando los viejos dioses, aún vigentes en el mundo andino así lo quieran
Sí. El Tesoro del Inca existe. Los Siete Cogotes llenos de oro están allí, ocultos en el corazón de la Chincana. Y serán hallados cuando los viejos dioses, aún vigentes en el mundo andino así lo quieran
Nota de H. Miguel Casellas (h) para la revista -suplemento- "Punto Azul" de Fabio Zerpa, editada entre 1998 y 2001. Casellas fue asiduo colaborador de la revista "Mas allá de la Cuarta Dimensión" (boletín ONIFE) dirigida por Fabio Zerpa desde sus primeros números.
El agradecimiento de siempre para nuestro buen amigo Javier Stagnaro, quien colaboró con este artículo de su soberbio archivo.
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