Cuando alguien se dedica durante años a investigar en el
campo de los ovnis, aprende a trabajar con rigor y método. Pero, aun así, es
casi imposible que se acostumbre a no participar emotivamente de cada
experiencia o a no evaluar subjetivamente el comportamiento y los relatos de
los testigos.
Muchos de los casos de aparición de ovnis no
se encuadran dentro de las pautas y reglas exigidas por el pensamiento
racional, y es necesario realizar cotidianamente el esfuerzo de enfrentar tales
hechos con la objetividad requerida para realizar una investigación seria, en
especial cuando un caso determinado carece de pruebas contundentes e
irrefutables.
Una de las
experiencias que recuerdo con más interés y nostalgia -por las razones que
surgirán de mi relato- es la que viví en Hualfin. Este es un pequeño caserío
rural, perdido entre los cerros y las quebradas de la provincia de Catamarca,
pleno de color y sumido en la mansa tranquilidad de su paisaje y sus ríos estivales,
que se vuelven traicioneros cuando el deshielo despierta su furia que todo lo
arrasa. La riqueza de los minerales contenidos en las estribaciones serranas de
la región cambia allí la fisonomía del paisaje; en sus desérticas mesetas se
alza Farallón Negro, uno de los yacimientos auríferos más importantes de
Argentina. Allí también hay puzolana, estaño y uranio, cuyos yacimientos son
explotados exclusivamente por la Comisión Nacional de Energía Atómica.
La zona también es rica en historia y constituye
un centro arqueológico conocido, aunque no explorado exhaustivamente. Se dice
que en esos parajes el capitán Saldivar enterró parte del tesoro del virrey
Sobremonte, después de la muerte de éste, por no poder llevar las pesadas
bolsas consigo a Chile. También pasó por la región el general Lavalle, al
encuentro de su trágico destino, que aún lo sobrevive. Allí intentó apropiarse
de los caballos que sus hombres necesitaban, pero fue cercado junto con ellos
por la peonada armada de la propietaria de esas tierras -bisabuela de mi
anfitrión e interlocutor en Hualfín-. De ella recibió Lavalle una bofetada,
tras lo cual le fueron proporcionados los caballos requeridos.
Tal es el lugar, tal
su historia lejana. Allí se encuentran las tierras del tronco familiar
Leguizamón-Saravia, y en ellas se yergue el cerro Azampay, que en la lengua de
los antiguos pobladores de la región (los diaguito-cal-chaquíes) significa
"lugar donde baja el diablo" o “luces del diablo", y tiene desde siempre
una historia particular y extraña.
Llegué a Hualfín en
noviembre de 1981, para realizar un relevamiento arqueológico, en compañía del
ingeniero Slavo Poze Brazda, que se proponía efectuar un estudio de
factibilidad minera para un proyecto que estaba a punto de concretarse. Allí
nos recibió Don Aníbal Leguizamón, comandante retirado de Gendarmería Nacional
e ingeniero, cordial anfitrión y amigo que, a partir de ese instante, se
convertiría en nuestro guía. Don Aníbal, como lo llamaba todo el mundo,
aparentaba algo menos de 70 años. Al tiempo me enteré que, cansado de residir
en Buenos Aires, había decidido trasladarse a la tierra de sus antepasados. No
lo había hecho para concretar un sueño sino porque —gravemente enfermo de
cáncer— había apostado a la vida; al radicarse en Hualfin se había tratado con “sales
de kollpa" (sedimentos de las aguas de vertiente), curándose. Vivía una
vida intensa con su segunda esposa y sus hijos casi adolescentes, en una
humilde casita sobre la Ruta 40. Allí lo recuerdo, en las largas tertulias de
sobremesa, junto a los chicos y su esposa, a la luz de un farol “sol de
noche", dialogando sobre historia y política, temas que le apasionaban y
que había vivido plenamente. Esas jornadas compartidas sellaron una linda
amistad, que se manifestó en sus confidencias y relatos sobre hechos y cosas de
su Hualfín. Hace muy poco me enteré de su no muy lejano fallecimiento, lo cual
me motivó doblemente a contar por escrito algunas de las experiencias que viví
con él, allí, en Hualfín.
Una noche, antes de
cenar, el ingeniero Slavo y yo vimos varias luces centelleantes que se desplazaban
horizontalmente sobre el fondo del cielo recién oscurecido y parecían salir
desde atrás de la oscura mole del cerro Azampay, lejano y de difícil acceso. Le
comenté a Don Aníbal lo que había visto y le manifesté mi interés por este tipo
de fenómenos. Eso bastó para que, luego de cenar y mientras su esposa levantaba
los cubiertos de la mesa para luego reunirse con nosotros, Don Aníbal me
contara lo siguiente (tal como quedó registrado en la grabación que conservo):
-Ocurrió el 27 de diciembre de 1980, a las 2 y 30 de la
madrugada. Me había levantado para ir al baño -en las zonas rurales el baño se
levanta cerca de la vivienda y no dentro de ella, por lo cual para utilizarlo
se debe salir de la casa-. Como estaba construyéndolo, todavía no tenía techo,
así que podía ver el cielo. Estaba allí cuando todo comenzó a iluminarse con
una luz casi blanca y muy intensa, incluyendo el cielo. Fue tal mi asombro que
salí fuera del baño y, al mirar hacia arriba, pude ver que la luz no provenía
del cielo sino de un objeto en forma de disco que, muy lentamente, se
desplazaba en dirección al Norte. Acostumbrado a realizar triangulaciones, pude
determinar que el objeto tenía unos 400 metros de diámetro. Rápidamente, y
dentro de la excitación del momento, llamé a mi esposa y a los chicos para que
fueran testigos de ello, y así, juntos, pudimos observar cómo el objeto se
alejaba y paulatinamente decaía la luminosidad.
Se dio un respiro y prosiguió:
—La observación total habrá durado unos 15 a 20 minutos, en
total silencio y sin ningún otro tipo de manifestación que no fuera la luz que
despedía el objeto. No puedo precisar si era metálico, ya que por lo intenso de
la luz no podíamos ver más nada, pero si que la forma que tenía era la de un
gran plato, aunque nunca lo habíamos visto de ese tamaño, ya que luces y discos
luminosos que salían de la compuerta del cerro hemos visto siempre, pero como
este ¡nunca!...
A esta altura del relato, acostumbrado como estoy a recibir
información de testigos sobre distintas experiencias y observaciones, no me llamó
la atención la versión de Don Aníbal, pero si las dimensiones del objeto y la
mención de la "compuerta" del cerro, de la que por ese entonces yo aun
no había oído hablar, versión que fue corroborada tanto por su esposa como por
sus hijos.
A partir de ese
momento, decidí grabar sistemáticamente cuanto se dijera al respecto y le pedí
autoriza-ción a Don Aníbal para hacerlo. Todo lo que transcribo está tornado
del registro completo, que abarca varias horas de conversación.
-¿Siempre salen luces del cerro?¿Cómo salen?
-Algunas veces vemos
"abrirse una luz", de la que salen.
-Explíqueme eso de
"abrirse una luz"...
-...en la pared del
cerro, corno si se abriera una puerta de un lugar con mucha luz.
-Cuénteme qué pasa
después.
-Vemos salir las
luces en distintas direcciones.
-¿Las vieron regresar
e ingresar y “abrirse la luz”?
-No. Cuando regresan
se meten dentro sin que se "abra la luz".
-¿Desde cuándo se
observa esto?
-Desde siempre; es
común que los pobladores relaten cosas similares a las que yo les estoy
contando.
-¿Usted nunca intentó
investigar qué pasaba en el cerro?
-No. Yo peleo contra
lo que conozco, no con aquello que no conozco. Eso lo dejo para ustedes... -risas de los
chicos y de su esposa-.
-¿Nadie intentó nunca
ver qué pasaba allí?
--Si. En La Ciénaga
vive un paisano que subió con su burro y, cuando bajó, no sabía más nada; no
era el mismo, no se acordaba de nada.
-¿Lo puedo conocer?
Hubo un silencio y Don Aníbal dirigió miradas de consulta a
su esposa:
-Sí. Mi primo puede llevarlo y ver si se puede convencer a
su hijo para que lo deje ver, ya que desde entonces no habla con nadie y está
al cuidado de su hijo. Además, si ustedes quieren subir yo les doy apoyo
logístico desde la base del cerro...
La noche llegó a su
fin. Los hijos de Don Aníbal, contentos de haber participado de la conversación
con los mayores -en especial los que habían llegado de Buenos Aires-, se fueron
a dormir. El ingeniero Slavo y yo nos retiramos a la carpa que habíamos armado
a pocos metros de la casa. Durante horas conversé con él sobre esta curiosa
visión, en especial la que nos había contado Don Aníbal, testigo de gran confiabilidad.
Nos propusimos tratar de averiguar más pormenores. A los pocos días logramos
que nos vinieran a buscar para llevarnos a conocer a Don Pedro, el paisano que
habla subido -presuntamente-al cerro Azampay. Quien nos acompañaría era el
primo de Don Aníbal, también apellidado Leguizamón; con él debí partir solo,
porque a último momento el ingeniero Slavo tuvo que permanecer en Hualfin por
requerírselo su trabajo. Me dirigí, pues, al encuentro de una nueva experiencia.
Luego de casi dos horas de marcha por caminos
consolidados, entre cerros y quebradas, como es habitual en la Provincia de
Catamarca, llegamos a La Ciénaga y nos dirigimos a la casa de Don Pedro Soto.
Allí nos atendió su hijo, quien nos saludó y acto seguido se apartó con mi
acompañante para conversar con él. Estaban suficientemente cerca como para que
yo escuchara cuanto dijeron. Leguizamón le explicó al dueño de casa que yo era
amigo de Don Aníbal, y que éste me había relatado los sucesos vividos por su
padre, causantes del estado en que él se encontraba. La sola mención de que yo
venía de parte de Don Aníbal sirvió para vencer los recelos y las reticencias
que son habituales en todos los paisanos, temerosos de proporcionar
información y de brindarse a personas extrañas a su mundo. Como por acto de magia,
el dueño de casa me franqueó la entrada a su entorno familiar.
Pasamos a un patio
trasero de la casa, Allí, sentado en un banco y con la espalda apoyada contra
la pared, se hallaba un hombre de pelo entrecano, de unos sesenta años de edad,
que en ningún momento dejó de ignorarnos y de comportarse como un verdadero
"convidado de piedra" . Leguizamón me indicó con una seña casi
imperceptible, que lo observara. El dueño de casa ofreció el consabido mate, y
comenzó el diálogo:
-Mi padre está así desde que le ocurrió aquello. Ahora está
mejor; antes se despertaba con sueños y pesadillas, sudaba mucho, luego se
dormía y... vuelta a empezar...
-¿Qué sabe usted de lo que le pasó a su padre?
-No se... hace tanto
tiempo que pasó que no tengo claras las ideas; muchas cosas se me fueron ya.
-No importa. Cuénteme
lo que recuerde.
-Lo que recuerdo es
que, por aquel entonces, se le ocurrió ver más de cerca lo que veíamos todos
los de por aquí, y se fue con su burro. Yo por esa época no estaba en las
casas... por trabajo, ¿sabe? Así que me avisaron cuando bajó. Estaba enfermo y
así lo encontré en lo de un vecino que lo había cuidado.
-¿Quién le avisó o
como se enteró?
-Bueno, me avisó otro
vecino que lo encontraron caminando, como perdido, por Hualfín, cerca del río.
Cuando le preguntaban qué le pasaba no contestaba; y no hablaba nada. Esto es
todo lo que yo se... Cuando despertaba, a los gritos decía: "¡Me quieren llevar!”;
y luego se callaba y se dormía.
-La policía ¿está
enterada? ¿Qué fue lo que dijo?
-SI. Como la mula no apareció, ellos piensen que mí padre se cayó de la mula y se golpeó la cabeza. Pero yo se que no es así, porque él era muy baqueano para las mulas y las conocía bien. Además, la mula no regresó. Ellos dicen que alguien se la quedó cuando la vio por allí.
- ¿Qué dice la policía de las luces?
-Que yo sepa, nada;
pero que las ven, ¡seguro!... y mejor que nadie, porque ellos por las noches están
despiertos y caminando o andando por la zona. Nosotros dormimos y cuando las
vemos entrar y salir por del portón es porque venimos de alguna fiesta o algo.
-¿Qué portón?
-El que se abre al
costado del cerro…
Durante esta charla, que duró escasos diez minutos, percibí
que nuestra presencia -o, quizá, mis preguntas- incomodaban al dueño de casa,
por lo cual transcurrido ese lapso le sugerí a mi acompañante que nos
retiráramos.
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El primo de Don Aníbal Leguizamón frente al grabador, respondiendo a un cuestionario formulado por el autor de esta nota |
Regresé a la casa de
Don Aníbal con la idea de visitar algún día el misterioso cerro Azampay, para
verificar sobre el terreno, con los recaudos y los instrumentos adecuados, qué
realidad había detrás de los dichos que habla oído y de las visiones que había
observado en la región de Huálfín. Pero cumplir con mis deseos hubiera
requerido los preparativos de una verdadera expedición, lo cual en ese momento
no era posible. A los pocos días debí regresar a Buenos Aires con el ingeniero
Slavo, y allí otros intereses, otras investigaciones y otras ocupaciones me
obligaron a archivar mi inquietud por conocer y estudiar de cerca el misterioso
cerro Azampay, el de las "luces del diablo". Espero poder hacerlo
algún día.
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El autor en Hualfín, durante la estadía que relata en esta nota |
Este artículo fue publicado en la revista MAS ALLA DE LA CIENCIA, AÑO 1 NUMERO 3, 1991
El agradecimiento de siempre a Javier Stagnaro por facilitarnos este material