sábado, 19 de julio de 2025

MANOA, EN BUSCA DE LA CIUDAD DE ORO POR AURELIO M. G. DE ABREU


El mito de ciudades increíblemente ricas en Sudamérica, como El Dorado o Manoa, dominó la imaginación y la codicia de nuestros primeros exploradores. A diferencia de El Dorado, la ciudad de Manoa nunca ha sido descubierta: desde los españoles en el siglo XVI hasta un inglés en 1925, todos fracasaron en su búsqueda. El arqueólogo Aurelio M. G. de Abreu informa aquí sobre las expediciones realizadas a esta "ciudad dorada"

 Entre los temas que la mayoría de los arqueólogos brasileños evitan prudentemente está la posible existencia de una ciudad precolombina "perdida" en algún lugar de la selva ecuatorial, la Amazonia o el interior de Mato Grosso. Y lo más curioso es que, aunque existen dudas sobre su existencia, incluso se conoce su nombre, que resuena como símbolo de misterio hasta el día de hoy: Ma-Noa o Manoa. 

 Ya sea un mito, una proyección de las ciudades incas cuya fama las llevó a los oídos de los habitantes de la selva a miles de kilómetros de distancia, o una creación fruto de los sueños de los conquistadores españoles insatisfechos con -los descubrimientos realizados en México, Colombia y Perú-, lo cierto es que Manoa ha costado la vida a innumerables exploradores a lo largo de los siglos posteriores a la conquista del Nuevo Mundo. Incluso hoy, siempre habrá gente dispuesta a aventurarse en la selva amazónica, con todo el sufrimiento que conlleva, como el riesgo de una muerte rápida por veneno de serpiente o una muerte lenta y dolorosa a manos de indígenas incultos capaces de torturar especialmente a aquellos que se atreven a entrar en sus tierras, que están prohibidas par a la gente blanca.

La historia de la búsqueda de la ciudad de Manoa está ligada a la historia de la propia América del Sur, ya que comenzó poco después de la conquista del Perú, y dio lugar a cientos de expediciones que penetraron a lo largo y ancho del continente,  atravesando bosques, valles, montañas y desiertos.

  Evidentemente, muchos investigadores se inspiraron en la historia, vigente en la época de la conquista, sobre la curiosa costumbre del Cacique Dorado: sumergirse en las aguas del lago Guatavita, cubierto de polvo de oro, mientras sus súbditos lanzaban ofrendas de oro y piedras preciosas a las deidades del lago. Aunque esta ceremonia ya había sido abandonada, el lugar donde se celebraba no era completamente desconocido, tanto que el emperador Felipe II de España autorizó a Antonio de Sepúlveda a realizar búsquedas en el lago. Esto resultó en un descubrimiento confesado de pepitas de oro y objetos con un valor de 6.000 pesos entre 1562 y 1563. Por lo tanto, si se conocía la ubicación del lago sagrado de los chibchas, es evidente que el reino de Manoa, o la ciudad del Gran Paititi, como también se le llamaba a menudo, no podía confundirse con la tradición de Eldorado, originario de Colombia. 

 La primera expedición conocida para conquistar Manoa fue la de Diego de Ordaz, quien partió de España en 1531. En su primer contacto con el río Amazonas se produjo cuando la flota, comandada por Juan Cornejo, naufragó tras perder dos barcos. Se dice que Cornejo y otros 300 hombres se salvaron, pero posteriormente fueron capturados y esclavizados por los indígenas. Diez años después, la expedición de Francisco Orellana escuchó historias sobre esto: mujeres amazónicas que, según se creía, tenían hombres blancos en su poder, con quienes se apareaban en determinados momentos. Mientras tanto, Ordaz, que había escapado al destino de sus compañeros, recopiló nueva información sobre la misteriosa ciudad: en su opinión, era la capital de un imperio que se extendía por la selva, compuesto por aldeas y pequeños pueblos, todos sujetos a la autoridad del soberano de Manoa, el Gran Paititi. Según las cartas de Ordaz, esta capital se encontraba en algún lugar entre los rios Orinoco y Amazonas, entonces llamados Huayapari y Rio Grande, respectivamente. 




Manoa liberaría a los incas del poder español. 

 Tras la muerte de Ordaz, surgieron numerosas expediciones que buscaban desentrañar el secreto que ocultaba la selva. Nombres como Sebastiáo de Belalcázar, Ximénez de Quesada y Ambrosio Alfinger pasarían a la historia, no solo por las búsquedas que emprendieron, sino también por la extrema crueldad que emplearon contra los aborígenes, a quienes saquearon y torturaron en busca de la información deseada, Y, como era inevitable, casi todos tuvieron finales trágicos, como resultado de los métodos empleados contra los desafortunados nativos.

 Un nuevo capítulo en la historia se abrió con el viaje del bergantín de Orellana, quien reportó haber combatido con las mujeres guerreras que posteriormente darían nombre al rio Amazonas; pero, de su relato, lo que más nos interesa es la información que nos brindó el cronista de la expedición, el padre Carvajal, de que se encontraron durante una de las paradas, en un pueblo a orillas del gran rio, con hombres de piel clara, adornados con ornamentos de oro, que eran tratados con especial respeto por los indígenas, pues eran enviados por el gran rey de Manoa. El encuentro ocurrió de noche, y cuando los españoles despertaron, ya no vieron a los forasteros, quienes aparentemente se habían marchado al amanecer. Este hecho, sumado a la descripción de las hermosas piezas de cerámica utilizadas por los nativos, que el cronista, experto en la exquisita cerámica española de la época, describe con palabras sumamente elogiosas, revela un punto de considerable importancia para el estudio de los hechos que subyacen a la leyenda de la ciudad perdida.

  Mientras varios grupos persistían en su búsqueda, adentrándose en la Amazonia, otros partieron de Paraguay, donde los rumores sobre las riquezas encontradas en la legendaria ciudad también eran constantes. Quizás el más importante de estos investigadores fue el gobernador Álvar Núnez Cabeza de Vaca: entre 1541 y 1562, intentando descubrir el secreto, se adentró en lo que hoy es el estado de Mato Grosso. Debido a la fiebre que azotaba a sus hombres, además de la casi total falta de víveres y municiones, Cabeza de Vaca se vio obligado a regresar, aunque los guías le aseguraron que su destino estaba a solo diez días de marcha. De esta época aún se conservan los nombres de Francisco de Ribera, Irala y Hernando de Ribera y Chávez. Todos intentaron, sin éxito, llegar a la «ciudad de las puertas de oro», nombre que los guías antiespañoles usaban para designar a Manoa.

  Un hecho muy relevante sobre el tema es que los últimos reyes incas, que se rebelaron tras la conquista, esperaban la ayuda militar del Gran Paititi, un soberano aliado que ocupaba una extensa región de la selva tropical. Jefes como Tito Cusi y Túpac Amaru siempre se refirieron a esta ayuda como un hecho indiscutible, y la forma en que la brindaron sirvió para mantener viva la llama de la esperanza entre los pueblos subyugados por los españoles; incluso ellos temían profundamente que la amenaza se materializara. Esto los impulso a buscar el misterioso reino, con la intención de neutralizarlo como amenaza militar y saquear sus prodigiosas riquezas. Y así, las expediciones se sucedieron, la mayoría simplemente devoradas por la selva, sin dejar rastro.


Urna funeraria de la cultura Cunani, descubierta en la Amazonia en 1895 por la expedición de Goeldí.



 1595: Raleigh avista los edificios de Manoa 

 También el nombre del famoso corsario británico Walter Raleigh es vinculado al de Manoa. Raleigh, al adentrarse en el rio Amazonas en 1595, capturó a uno de los aventureros españoles que buscaban la "ciudad del oro", y este le contó toda la información que había obtenido de los indígenas. Con esta información, el corsario creyó que la aventura podría proporcionarle su mayor conquista y emprendió su incursión desde la cuenca del Orinoco, remontando uno de sus afluentes hasta las proximidades del río Amazonas. El resultado fue descrito por él en un libro de 1596, ahora extremadamente raro, que lleva el sugerente título El Descubrimiento del Grande, Rico y Hermoso Imperio de la Guayana con una relación. de la gran y Dorada Ciudad de Manoa, a la que los españoles llamaban El Dorado. Al examinar la copia que poseemos, encontramos, en el inglés arcaico que se usaba allí, que Raleigh informa haber avistado los edificios dorados de Manoa, situados a orillas del lago Parima, donde el rio que vadeaba desembocaba en el mar. No llevo a cabo la invasión planeada debido a problemas climáticos y al temor a ser atacado por los españoles, lo cual podría haber impedido su retirada -lo cual habría sido fatal. Por supuesto, la credibilidad de la narración es muy cuestionable, pero parece indudable que creía tanto en la existencia del ansiado asentamiento- que intentaría una nueva incursión, completamente infructuosa, años después de escribir el libro. 


Portada original del libro de Raleigh de 1596


 El paso de los años, convertidos en siglos, no fue suficiente para abandonar por completo el sueño de tantos. Una lista de los diversos esfuerzos emprendidos para encontrar la legendaria ciudad daría para llenar una obra de varios volúmenes; incluso en este prosaico siglo XX, en el que el hombre ha conquistado casi todo el planeta, vemos que hay criaturas, como el coronel Fawcett, capaces de desperdiciar sus vidas en una empresa que muchos calificarían de locura, aunque la leyenda misma ha recibido nuevos elementos. Uno de ellos es el informe manuscrito, que ahora forma parte del acervo documental de la Biblioteca Nacional de Rio de Janeiro, enviado por bandeirantes que recorrieron el interior de Brasil durante más de una década. 

 Este relato, catalogado con el número 512 en la mencionada biblioteca, es una carta enviada al Virrey en el lejano año 1754, en la que se describe el descubrimiento, en 1753, de una ciudad en ruinas. Contenía edificios de piedra (varios de los cuales se habían derrumbado), arcos, inscripciones con signos indescifrables y una gran estatua de piedra negra que representaba a un hombre con el brazo extendido, apuntando hacia el norte.

 Siglo XX: La búsqueda de Percy Fawcett

  El autor de la narración, que no sigue una secuencia lógica, también alude al descubrimiento de una moneda de plata y a la existencia de indicios de minería muy cerca de la ciudad abandonada, concluyendo con la información de que la región estaba habitada por indígenas de piel clara que no aceptaban el contacto con extranjeros. Algunos de los símbolos dibujados sugieren letras griegas, mientras que otros son similares a los miles de litoglifos conocidos en el interior de Brasil. En varios puntos, la narración es semiilegible, tras haber sido atacada por insectos, y no cabe duda de su antigüedad, ya que se cita en estudios desde 1839. 


Mapa publicado en el libro Exploración Fawcett, publicado en Chile en 1955


 Varios factores atrajeron la atención del coronel Percy Fawcett hacia la ciudad perdida. Durante muchos años, Fawcett viajó por el interior de Brasil y Bolivia como miembro de la comisión de limites contratada por el gobierno boliviano. También poseía un ídolo de piedra cubierto de inscripciones, probablemente originarias de Brasil, que le regaló H. Ridder Hagard, autor de Las minas del rey Salomón y Ella, una novela que, casualmente, transcurre en una “ciudad perdida" de África.

  Fawcett creía que la estatua era de Manos; al examinar el documento n.° 512, emitido por los bandeirantes, se sorprendió al encontrar, entre los símbolos dibujados, algunos idénticos a los del ídolo que poseía. 

 Tras esta revelación, el coronel inglés no tuvo descanso y buscó ayuda para una expedición a las tierras donde suponía que se encontraba Manoa, un punto inhóspito entre Mato Grosso y Goiás,  nunca  especificado. 

 Finalmente, el 20 de abril de 1925, Fawcett, acompañado de su hijo Jack y un amigo, Raleigh Rimmel, quien actuaría como fotógrafo en la pequeña expedición, se adentró en la selva, llevando un pequeño equipaje, algunas armas, su ídolo inseparable y la credencial proporcionada por la Real Sociedad Geográfica de Gran Bretaña (que, de esta manera,  demostró creencia en los planes del investigador).

Retrato del coronel Fawcett, poco antes de su desaparición en la Amazonia



  El resto es suficientemente conocido como para requerir mayor explicación. Su última carta, enviada desde algún lugar de la selva, estaba fechada el 29 de mayo de 1925; en ella, Fawcett describe, obtenida de un indígena, la existencia de las ruinas de un gran asentamiento, donde supuestamente había un edificio iluminado ciertas noches por un "cristal" colocado sobre un pilar. Y nunca más se supo del pequeño grupo, salvo innumerables rumores traídos por cazadores y buscadores de oro.

  Pasaron muchos años hasta que se resolvió el misterio de la desaparición de los exploradores. Finalmente, un jefe de una tribu menor confesó al explorador Orlando Villas-Boas haberlo asesinado a él y a su hijo, informando que el fotógrafo había muerto de causas naturales a causa de fiebres malignas. Otro triunfo para el misterio que rodea a la ciudad perdida.

  ¿Y qué hay de Manoa? Aunque todavía hay quienes creen en su existencia, la ciencia oficial ha tendido a considerarla una mera leyenda, derivada del deseo de los indígenas de librarse de la incómoda presencia de los blancos en las cercanías de sus territorios, ahuyentándolos con la promesa de un espejismo dorado, lógicamente lejos de sus chozas. Solo la existencia de ídolos de piedra y cerámica ritual hallados en la Amazonia arroja una sombra razonable sobre esta afirmación, hasta el punto de que un arqueólogo de la talla de Donald W. Lathrap declaró que «una investigación más profunda podría revelar evidencia de la existencia de una cultura de gran importancia que se desarrolló hace cientos de años en la Amazonia brasileña, dando lugar a las antiguas culturas del hemisferio sur». Esperamos que si se encuentran tales restos y ruinas, no sean destruidos por alguna máquina niveladora antes de que los arqueólogos puedan resolver el misterio de la ciudad por la que tantos perdieron la vida en la búsqueda: Manoa.


OBRAS DEL AUTOR; Civilizaciones perdidas de las Américas, por Aurelio M. G. de Abreu; Introducción al estudio de las culturas indígenas del Brasil, idem. 

Artículo traducido de la revista brasileña Planeta, gracias al generoso aporte de nuestro amigo y colaborador Javier Stagnaro 


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